Historias increíbles

Tigres y leones en pisos, pumas en chalets, linces, monos, serpientes...

Historias que ellos no pueden contar

Debemos hacer eco de sus historias; rescates, maltratos...

Historias que podrían haber sido la última

Cachorros, ancianos, con pedigree, inválidos... Da igual su raza y "valor".

Historias de rechazo

Muchos son abandonados cuando dejan de ser "útiles".

Historias de supervivencia

Historias que narran la lucha por sobrevivir al abandono.

26/10/14

Los gatos del cementerio

Apenas cinco o seis gatos conforman la gran familia que, desde hace años, viven en el cementerio de Alicante.  Ni uno más ni uno menos.

Por eso, podrían parecer pocos y de hecho, lo son. Sin embargo, para aquellos a los que molestan, al parecer, el número se convierte en una cifra infinita que los lleva en un sin vivir. No me extraña, al fin y al cabo, se trata del cementerio. 
Y, por supuesto, no, las protestas no provienen de aquellos seres cuyos restos descansan para siempre enterrados entre flores, mármoles y recuerdos. Esos, como pueden imaginarse, no dicen, literalmente, ni pío.
Son más bien algunos otros, vivos y muy vivos, los que llevan mal eso de que, en un cementerio donde habita la muerte, haya algo de vida.
Y digo yo: ¿Qué mal pueden hacer media docena mal contada de mininos? ¿Que hacen caca allá donde no deben? Pues, seguro... Ellos, los pájaros, las ratas, las ranas y hasta los humanos si el deber nos aprieta y una mala comida nos la juega. 
En fin que, puede ser y, en su nombre, les pido solemnemente disculpas por ello. 
Pero, sinceramente, no creo que sean precisamente los gatos los que molesten a aquellos que allí descansan. Más bien se me antoja lo contrario. 
Me imagino el aburrimiento eterno de todos nuestros familiares desde sus tumbas. El hastío, la soledad y el frío de las losas que los rodean. ¿No creen que si realmente algo se cuece desde sus encierros, se alegrarán de poder disfrutar de los juegos y carreras de tan alegres vecinos?
Por otro lado, a aquellos que visitamos a los nuestros allí enterrados, ¿qué molestia nos pueden ocasionar? 
Piénsenlo. Además, no olviden que  los gatos nos evitan la presencia de serpientes y roedores, tan comunes en sitios donde abunda el secano y el olvido.
Y, en todo caso, no me digan que no es un aliciente contemplarles, verlos tan inocentes como irreverentes, plácidamente tumbados sobre las plantas que adornan la tumba de aquel que, en vida, fuese tan serio o, por ejemplo, encontrarlos acurrucados bajo las placa que anuncia la muerte de aquel otro que, curiosamente, durante toda su vida siempre odió a los animales… Y no, no se preocupen en demasía por otros daños colaterales, les aseguro que el que fuera en vida alérgico a ellos y, ahora por desgracia yazca allí, no soltará estornudo alguno.
Sin embargo, por el contrario y bien mirado, sí es posible que esos niños que, por cierto, dentro de poco se verán envueltos por la fiesta de Halloween, les apetezca visitar el campo santo si saben que allí, además de sus seres queridos, hay gatos que les entretienen con sus juegos,  divertimentos y carreras… En fin, todo suma.

Por eso, cuando me llegan noticias de alguna  persona que se dedica, en nombre de Dios y la ley, a tirar la comida y cuanto cuenco de agua aparece ante sus ojos para abastecer a, tan escasa, controlada y esterilizada, población de gatos, y, encima, cuando, además de lo anterior y, siendo el asunto ya de por sí cruel con los animales, amenaza con múltiples denuncias a las pobres personas, la mayoría por cierto ancianas, que acuden a ver a sus difuntos y, ya de paso,  contribuir con un poco de pienso y agua a mantener dicha colonia… pues ¿qué quieren que les diga?  Supongo que, lo lógico ante tal caso, sería que la rabia diera paso al enfado y el enfado a la ira… Pero, fíjense que no, que por encima de todo lo anterior, el asunto me produce una profunda pena.
Sí, pena por los pobres animales que nada hicieron para recibir dicho trato. Pena por las personas que con todo su amor los cuidan… Y, pena también, por aquel que les tira la comida y el agua, porque, desde luego, lo que es seguro es que él jamás podrá descansar en paz.


Raúl Mérida


19/10/14

Excálibur era nombre de perro

Madrid. Miércoles 8 de octubre.


<<Hace días que no sé nada de mis dueños. Olisqueo la cama, el sofá, la ropa… Están todas sus cosas, sí, pero, ellos no están ¡Los echo tanto de menos! 
Sé que mi dueña marchó al hospital. Oí el sonido de la ambulancia que se la llevó. Estaba mal. Lo sé. Lo siento.  Llevaba días enferma. Apenas se acercaba a mí.
Menos mal que, al principio, mi dueño se quedó a mi lado aunque duró poco, un mal día él también se fue. Creo que no tuvo más remedio.  Llenó la bañera y varios  cubos de agua y pienso y se despidió de mí. 
Desde entonces, desde entonces aquí me quedé yo solo, esperándoles.
Es duro, muy duro. Los días pasan como si fueran  meses… Ya no sé qué pensar.
A veces, me asomo al balcón y ladro al aire por ladrar, por gritar mi desesperación. Lo extraño es que la calle siempre está llena de gente que me mira cuando salgo. No sé qué pasa. Intento, en la distancia, distinguir entre todos ellos  a algún conocido pero, no reconozco a nadie. Es curioso pero, sólo huelo en ellos el miedo.
Quizás sea porque hace días que todo me huele a miedo, a terror, a pánico. Nadie se acerca a mi casa. Nadie toca el timbre de la puerta. Nadie me llama… 

Pero, un momento, nadie hasta ahora… ¡No puede ser! ¿Qué ocurre?  ¡Hay alguien en la puerta! ¡Por primera vez se acerca alguien! 
Oigo ruido, sí. Estoy nervioso. Salto. Ladro. Mi rabo se vuelve loco de alegría… ¿Será mi dueño? ¿Quizás, sea ella?

Corro hacia la puerta. Ya veo la manivela girar… ¡Por fin se abre!
Pero… ¿Qué ocurre? ¿Quiénes sois?  
Hay varias personas en la entrada. No las conozco. Visten de blanco. No tienen cara ¿Cómo puede ser?  Sus ojos son gafas, su boca es tela. No huelen a nada.
Mi rabo se esconde entre mis patas. Tengo miedo. Hundo mi cabeza. Me enrosco sobre mí mismo de puro pánico… Les miro de reojo. Me llaman por mi nombre ¿Cómo lo saben? 
Yo, como buen perro, ante sus llamadas, me arrastro hasta ellos clavando mi morro en el suelo. Ellos  ni me tocan siquiera. No se inmutan. No hay caricias ni palabras cariñosas. Hablan entre ellos pero no les entiendo.  Me cogen con un lazo y, al vuelo, me meten en una urna de cristal y, rápidamente, cierran la puerta.

Yo ni me muevo. Me quedo quieto. Intento tranquilizarme. Pienso: ¡Nada malo ha de pasarme! Sólo soy un perro. No hice nada malo… ¿Quién sabe? Igual hasta me llevan con mis dueños.
Y por fin, sin apenas fuerzas por los nervios, me acuesto sobre el suelo de aquella fría caja, desconfiado pero, resignado a mi suerte. 
Bajamos en el ascensor. Lo he hecho miles de veces a lo largo de estos años pero, hoy todo es distinto.
Intuyo que nada volverá a ser igual.

Ahora, veo la calle donde tantas veces paseé. Ya estamos abajo.
La caja no me permite oler pero, sí oír y, de nuevo, oigo mi nombre. No puede ser, cientos de personas me llaman… ¿Todas ellas me conocen? No me suenan sus voces.
Me meten deprisa en una furgoneta. El vehículo arranca. 
Desde dentro les ladro a todos los que me llaman desde fuera. No sé si me oyen pero, en el lenguaje universal de los perros, les grito: ¡No me dejan salir amigos! ¡Esperadme que volveré pronto!
Siento, desde dentro, como la furgoneta se aleja a toda velocidad. ¿Dónde me llevarán? ¿Tardaré mucho en volver? ¿Qué querrán de mí?, me pregunto. 
No lo entiendo. ¿No os estaréis confundiendo? - le ladro al conductor - ¡Soy Excalibur! ¡Sólo soy un perro!>>.

Excálibur fue, finalmente, sacrificado en Madrid. No se le hicieron pruebas. No se le hicieron analíticas. El miedo del humano venció a la razón y a la ciencia. Nadie le perdonó. Excálibur había cometido un <<grave delito>> y debía pagar por él:  se había entregado cada día a una persona que, a su vez, se entregaba a los demás… ¡Pobre animal!  
¡Descanse en paz!



Raúl Mérida

13/10/14

El poder de una mirada

Cuando escuchó el sonido de la puerta de casa al cerrar, algo dentro de él, irremediablemente, se rompió para siempre.

Los minutos anteriores habían sido trepidantes. 
Su dueño, un hombre mayor lleno de achaques, se encontraba mal desde la noche anterior. Había intentado aguantar el malestar. Recurrió al arsenal de pastillas que cada día se tomaba pero, nada le hizo efecto. El fuerte dolor del brazo le pasó a la espalda y, desde allí, directamente al corazón.
Fue como si una flecha atravesara su cuerpo. 
Como pudo marcó los nueve números que le separaban de una ambulancia y,aguantó hasta que llegaron, sentado en una silla junto a la puerta.
Su perro se acostó a sus pies. Le miraba entre triste y preocupado. Servicial, como buen perro, estaba atento a cualquier cosa que pudiera necesitar su dueño.
Once minutos más tarde ya estaba allí la asistencia. 
El animal, como si supiera todo lo que estaba pasando, se escondió para no molestar. El hombre fue atendido allí mismo. Medicado, entubado, monitorizado… Lo tumbaron sobre una camilla. Desde el suelo miró a su perro y su perro le miró a él. Después  se lo llevaron para siempre. Nunca más volverían a verse. Supongo que la vida no siempre permite las despedidas.
Y aquel perro se quedó solo. 
¿Se imaginan como pasó las siguientes horas? Las primeras cuatro, olisqueó toda la casa. Las siguientes ocho, le buscó constantemente. 
Sonó seis veces el teléfono y las seis él contestó ladrando al sonido del aparato.  Llamaron tres veces a la puerta y las tres intentó abrir arañando la madera.
Y siguieron pasando las horas… 
Se agotó la comida y el agua de su cuenco.  Dejó de distinguir el día de la noche, la mañana de la tarde. 
Así, hasta que un vecino que lo oyó nos llamó. 
Llegamos con la policía y con los bomberos y, por fin,  pudimos sacarlo de allí. Aún recuerdo sus ladridos al vernos, sus lametazos al cogerlo, la alegría de su cuerpo… Pero, sobre todo, hay algo que nunca he olvidado. Tras la algarabía inicial, tras las fiestas y sus movimientos de rabo de lado a lado, de pronto, aquel perro se quedó quieto y me miró fijamente. No hubo más alegrías. Fueron unos segundos eternos.
Sé que los perros no hablan con palabras pero, también sé que lo hacen con miradas y con ese lenguaje infinito e invisible que les unen siempre a nosotros y juraría que, en ese mismo instante, recordó a su dueño y  me preguntó por él. 
Yo con mis ojos y mis palabras de humano, torpemente, como pude, sin querer hacerle daño, le dije que se había marchado para siempre.
Entonces su mirada se puso profundamente triste. Bajó los ojos al suelo. Lamió mi mano. Me dejó ponerle una correa… Y nos fuimos de allí caminando.
Los dos sabíamos que, a partir de ese momento, su vida nunca volvería a ser la misma.


Raúl Mérida

11/10/14

Silencio o palabras

Noticia publicada en prensa a principios de septiembre: !Un hombre se suicida en Alicante. Se quitó la vida la pasada noche ahorcándose. No se fue solo de este mundo. Unos minutos antes había ahorcado también a uno de los dos perros que vivían con él. El otro, una perra,  no se sabe por qué, la dejó con vida.  Sus más que ladridos, aullidos, fueron realmente  los que alarmaron a los vecinos!
Sin embargo, en realidad, para mí la noticia había comenzado la noche ante. 

Servicio especial para la  recogida de animales. Vehículo para Urgencias. 23:30h.
── Protectora de Animales, dígame. 
── Buenas noches. Le llamo de policía local. Un hombre ha aparecido muerto en su domicilio. Tenía una perra. En cuanto puedan, por favor, han de pasar a recogerla.

Entrar en una vivienda donde se ha producido una muerte siempre es duro. Cuando, además, la víctima se ha quitado la vida, aún lo es más. 
Resulta casi imposible dejar de pensar en cómo las paredes, los muebles e incluso las cortinas, aunque sean simples objetos, se convierten en una especie de testigos mudos que callarán para siempre… Pero, claro, sobre todo, la perra. Ella todo lo vio. Todo lo sintió.
Inevitablemente, te  preguntas muchas cosas: ¿Por qué lo habrá hecho? ¿Qué sintió en el último segundo de vida?... Y en este caso, aún muchas más, ¿por qué habrá matado a uno de los perros? ¿Por qué a uno sí y al otro no?

Albergue de animales abandonados de Alicante. 12:00 de la mañana del día siguiente.
Dos personas llegan a la recepción. Un hombre y una mujer. 
Ella tiembla mientras llora sin consuelo. Es la madre del chico fallecido. Está destrozada, agotada… Muerta en vida. 
En realidad, sólo quiere recoger a la perra que quedó en aquel piso y marcharse. 
Por eso, aquella mañana, en cuanto la vimos nos pusimos a realizar todas las gestiones lo más rápidamente posible para que se la llevara. Una compañera fue a buscar al animal. Otra rellenó la documentación necesaria.  
No queríamos aumentar su dolor pero, por prisa que nos dimos, casi sin poder evitarlo, ella empezó a hablar…
── ¿Saben? Mi hijo murió de amor. Ya ven, de amor… Sé que es difícil de imaginarlo pero, pero así fue.
Su novia lo dejó, está claro, ella tendría sus razones pero, él, desde entonces, no volvió a ser el mismo.
Han visto alguna vez un grifo abierto. Así corrían las lágrimas por su cara, como ahora corren por la mía. Nunca había visto nada igual. Yo no sabía qué hacer. Pero, lo peor de todo, es que hablaba continuamente. No podía dejar de hablar de su novia.  Fue realmente lo que más me extrañó. No estaba nunca en silencio, tampoco te escuchaba, sólo hablaba… Hablaba sin parar de ella.  Imagínense… Días enteros, noches enteras sin dormir llorando y hablando sólo de ella. A veces ni siquiera sé que decía… El agotamiento hizo que sus palabras fueran al final como un susurro imposible de entender… ¡Fue horrible!
── ¿Y al perro? ¿Por qué lo mató?... - le pregunté 
── Al final, creo que su mente enfermó tanto que ya no podía pensar. El perro que condenó a morir igual que él, no era suyo. Era de ella, ese fue el motivo. Cuando su novia le dejó, como les comento, se volvió loco. Creo que llegó a pensar que el perro era lo único que la unía a ella ¡Pobre animal! No tenía culpa de nada.  Se obsesionó. Perdió el sentido, la cabeza… ¡Dios, qué pena tan grande! 
La mujer se echó a llorar de nuevo. Estaba hundida. La acompañamos hasta la puerta… Y se marchó con su perra. 
Al fin y al cabo, ellas no eran sino dos víctimas más de aquella macabra historia, tan real como terrible.
En fin, ¡pobre gente! ¡Pobre perro!... ¡Pobre vida! 

Así que, qué quieren que les diga, cuando recuerdo aquella historia y me preguntan sobre el silencio, siempre contesto lo mismo: La verdad, hace tiempo que me siento más cómodo entre silencios que entre palabras.



Raúl Mérida

5/10/14

La historia de Cien

Uno. 
Otro. 
Otro más… 
Nadie puede imaginar la impresión que puede suponer ver pasar desde una cuneta, a un coche tras otro, a toda velocidad.

Era un perro de raza mestiza y mediano tamaño. No se movía. Estaba quieto. Paralizado. Llevaba horas enroscado sobre sí mismo bajo una señal de tráfico que limitaba la velocidad a cien.
Ante los ojos de muchos de los que debieron pasaron por allí, podría, fácilmente, haber parecido más un saco de huesos abandonados que, lo que realmente era, un pobre perro abandonado. 
Pero, claro, nadie se fijó en él.
Supongo que, cuando sus dueños decidieron dejarlo en aquel maldito lugar, debieron pensar que, seguramente, algún coche pararía a ayudarle, que, quizás, a diferencia de ellos, alguien se apiadaría de él… Pero nadie lo hizo. Nadie paró.

Puedo imaginarme mil razones, por supuesto injustificables todas ellas, pero lo que no puedo llegar a pensar es  que lo abandonaran sabiendo la realidad de lo que suele ocurrir en todos esos casos. 
Siempre es igual: Sacan a tirones el perro del vehículo. El animal está asustado. No conoce el lugar. Esconde su rabo entre sus patas mientras los coches, al pasar, levantan un aire infernal. Mil olores desconocidos le emborrachan. Se encuentra desubicado, perdido, mareado… Gira su cabeza a su alrededor intentando descubrir dónde está. De pronto oye un ruido fuerte, el acelerón del coche en el que llegó, el de sus dueños que se marchan a toda velocidad. Gira la cabeza hacia el mismo pero, sólo ve la matrícula alejándose de él para siempre. Instintivamente sale corriendo tras el coche. Le sigue, le persigue pero, cada vez está más lejos. Entonces, en un último intento desesperado para no perderlo, se cruza por los carriles de la calzada intentando acortar distancias. Huele el peligro. Siente el olor de los coches que se cruzan delante de él  pero, su instinto de unión a sus dueños, el amor y la lealtad que siente por ellos, es infinitamente mayor que el valor que da a su vida… 
La carrera desesperada continúa ya sin destino. Un coche intenta esquivarle. Otro frena. Otro acaba con su vida.

Fin de la historia. Triste destino para miles de animales en nuestro país.

Menos mal que, algunas veces, muy pocas, sucede el milagro. Entonces, el miedo les paraliza las patas y, como si fuera una cadena invisible, les ata al lugar donde vieron por última vez a sus dueños. Sólo eso les salva.
Y ese, como les contaba, es el caso del perro que hoy les presento.

Al final, quiso el azar o, esa habilidad innata que tenemos algunas personas para que, estemos donde estemos, veamos siempre al perro abandonado, la que facilitó que alguien lo viera y  me llevará hasta él.  
Es curioso… Cuando te encuentras a un perro o a un gato así, puedes saber perfectamente el sitio exacto en el que se rompió su vida. El lugar preciso donde fue abandonado por su familia.

Allí estaba él,  bajo aquella señal de tráfico. Helado y frío, pese al calor. 
No quiero pensar cuanto tiempo pudo pasar así. Hay cosas que es mejor no imaginar.
Lo cogí en brazos y se acurrucó sobre mí. Le miré, le sonreí y le pregunté cómo estaba. Él me lo agradeció moviéndome el rabo. 
Entonces levanté la mirada y vi aquella señal de tráfico que limitaba la velocidad a  cien, aquella que, de alguna forma, contribuyó a salvarle la vida… Y, de nuevo, le pregunté a aquel perro: 
─ ¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras, "Cien"?
No me miró siquiera pero, al menos, desde ese momento, ya tenía de nuevo nombre: Cien.

Cien vive en una jaula del albergue de animales abandonados esperando una nueva familia que lo quiera para siempre.



Raúl Mérida